Lo que mal empieza, termina mal.



Crítica social y política

La historia que se desprende del libro: La bruja, German Castro Caicedo, 1994, revela una ironía profunda y perturbadora sobre la élite política colombiana: quienes concentran riqueza, educación y poder —los mismos que deberían encarnar la racionalidad y el liderazgo moderno— terminan acudiendo a prácticas ancestrales de brujería y sortilegios para manipular el destino de las personas y forzar vínculos afectivos.



Que un presidente de la República (Julio César Turbay Ayala) y un gobernador (Rodrigo Uribe Echavarria) —representantes máximos del orden institucional— recurran a rituales alejados del método científico para fines personales plantea una doble contradicción:

  1. Moral y ética pública: si el ejemplo que se espera de las élites es el respeto a la autonomía, la libertad y la legalidad, manipular la vida afectiva de sus propios hijos mediante encantamientos no solo es un acto de intromisión extrema, sino un abuso simbólico de poder familiar.
  2. Modernidad vs. superstición: se trata de figuras formadas en universidades, con acceso a médicos, psicólogos, consejeros y una amplia red de apoyo, que eligen confiar en una curandera de pueblo para moldear un futuro que creían controlable.

Este comportamiento refleja una mentalidad feudal y patrimonialista: el poder político no se ejerce únicamente en el espacio público, sino también en la vida íntima, moldeando relaciones como si fueran alianzas dinásticas medievales, donde el amor no es un sentimiento libre, sino un instrumento de conveniencia y prestigio.

El desenlace es aún más trágico por la paradoja que encierra: la historia de amor forzada entre Miguel Uribe Londoño y Diana Turbay, unida artificialmente por sortilegios, terminó marcada por la violencia estructural del país. Diana fue asesinada por el narcotráfico, símbolo de un Estado incapaz de proteger a sus propios dirigentes, y años después, su hijo Miguel Uribe Turbay fue asesinado en Bogotá en 2025, cerrando un ciclo de dolor que ni el poder político ni las supersticiones pudieron evitar.

El caso invita a una reflexión mayor: la Colombia política, incluso en sus estratos más altos, está atravesada por la misma mezcla de fe, miedo y fatalismo que impregna a la población común. La diferencia es que, en manos de los poderosos, estas prácticas no son simples expresiones culturales, sino herramientas de manipulación. Y cuando quienes ostentan el poder recurren a lo irracional, no solo comprometen su credibilidad, sino que arrastran a todo el país a un territorio donde la superstición puede pesar más que la ley, la ciencia o la ética pública.

En una sociedad marcada por desigualdades extremas, que sus líderes recurran a brujas y no a la razón envía un mensaje devastador: si los privilegiados no confían en el conocimiento, ¿qué esperanza queda para que las clases populares lo hagan? El ejemplo se convierte en un círculo vicioso donde el atraso cultural y político se refuerza desde arriba.



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