La inocencia de los condenados.
Por Ruben Fernando Morales Rey
Lo dicho: la carta de los abogánsteres, esa renuncia teatral a la prescripción, no es más que la máscara de una libertad hedionda, parida en el pantano de la corrupción. La absolución no sorprendió a nadie: ya estaba escrita, sabida, negociada, pactada como una tragicomedia barata. Yo te elijo, tú me eliges; yo te elijo, tú me absuelves. El guion perfecto para un teatro podrido.
Miguel Uribe Londoño lo soltó sin sonrojo: “soy condenado e inocente, igual que Uribe”. Una confesión que no absuelve, sino que desnuda el pacto. Tres hojas de papel bastaron para certificar la farsa. Pilatos, con su gesto de lavarse las manos, queda como un aprendiz frente al lavado de rostro y conciencia del condenado.
Los grandes genocidas del mundo también fueron absueltos en su tiempo. Pero la historia, implacable, siempre dicta el veredicto final.
De las esmeraldas a la candidatura, y de un sepelio con olor a Galán a la misma presidencia, se sembraron gobiernos depredadores de los derechos más básicos, sociales y humanos. Gaviria, Turbay, Uribe: gobiernos absueltos en los estrados, pero jamás en la memoria de los pueblos.
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