Iván Cepeda por Urías Velásquez

 

Iván Cepeda.

Visto por Urías Velásquez.


La primera vez que oí hablar de Iván Cepeda fue en una entrevista sobre el asesinato de su padre, Manuel Cepeda Vargas. Aquel día se me quedó grabada la mezcla de serenidad y firmeza con la que hablaba un hijo que había heredado algo más que el apellido: una vocación moral. Con el tiempo supe que detrás de esa voz había un itinerario de duelo convertido en propósito: la defensa de los derechos humanos y la paz, trabajado sin estridencias, con la paciencia del que sabe que la verdad no necesita gritar.

No me lo crucé mucho desde entonces. Una de esas pocas veces fue en el Senado. Lo vi rodeado de gente que lo quería con esa naturalidad que no se puede fingir. Iván explicaba, sin autopromoción, cómo se había tejido la búsqueda de justicia por su padre y cómo esas batallas individuales alimentan el derecho colectivo a la memoria. En vez de vender titulares, hilaba procesos: esa es una de sus marcas. No es un político que compita por la fama; es un hombre que compite consigo mismo para estar a la altura de sus causas.

La segunda vez fue en la calle, en una marcha. Iván caminaba en silencio. No buscaba “robarse el show”. Recibía con cariño los saludos—miles, como si fueran de uno en uno—y seguía. A contracorriente del espectáculo, su estilo confirma que la política puede ser un oficio sobrio. A Lincoln le hubiese gustado: “con malicia hacia nadie, con caridad para todos”. En un país donde a veces confundimos gritos con argumentos, esa sobriedad es revolucionaria.

Otra de las veces en que tuve contacto con Iván Cepeda fue en una entrevista cuando yo dirigía Cuarto de Hora. Otra vez la misma impresión: su capacidad de perdonar y de hablar del adversario con el respeto debido a un contendiente, no a un enemigo existencial. Iván insistía en la presunción de inocencia incluso cuando ya enfrentaba ataques personales. El tiempo le daría la razón en algo sustancial: la justicia concluyó que él actuó dentro del marco de su mandato y, a partir de allí, la investigación viró hacia quien lo había acusado. Años después, un juzgado de Bogotá dictó sentencia por manipulación de testigos y fraude procesal contra el expresidente que promovió aquella querella—una decisión de primera instancia hoy en apelación. El dato no define a Iván, pero sí contextualiza su temple: no se movió del terreno de los principios jamás.

Pero Iván Cepeda es mucho más que “el antagonista” de un sector. Su obra larga está hecha de puentes. Puentes en favor de las víctimas del Estado, de los paramilitares y de la guerrilla; puentes en negociaciones difíciles donde el ruido de los likes no cabe y la paz exige silencios productivos. Lo suyo ha sido persistir: acompañar procesos, escuchar matices, abrir caminos donde otros levantan muros. Ese oficio lo ha llevado a la comisión de paz, a roles de facilitación y a un liderazgo que—quiero subrayarlo—no se sostiene en la gritería sino en la constancia.

Ahora, su nombre entra a la contienda presidencial. Hubo quien se sorprendió; algunos sabíamos que era cuestión de tiempo. No porque el poder lo seduzca, sino porque el momento lo reclama: credibilidad, decencia, carácter. El anuncio removió el tablero de la izquierda y, sobre todo, encendió una veta de esperanza: la de un progresismo que puede competir sin insultar, sumar sin sectarismos y proponer sin improvisar.

¿Y por qué, además de los méritos ya dichos, muchos creemos que es un candidato difícil de derrotar? Porque la vida ya lo probó. No lo venció el duelo ni la amenaza; no lo torcieron las campañas de lodo; no lo cambió el aplauso fácil. La coherencia, en política, es una forma de coraje. Y en la biografía de Iván hay una coherencia que no declama: simplemente se nota. En el Capitolio, en la calle, en una entrevista a media mañana; en su modo de hablar del rival como rival—nunca como un enemigo a destruir.

Conozco el tufillo de la lambonería y no lo soporto. Esto no es eso. Esto es una semblanza de amigo que respeta al personaje porque conoce al ser humano: un Iván medido, amable, muy leído, que entiende que las mayorías no se “consiguen” a punta de slogans, sino que se construyen como se tejen las mantas: hilo a hilo, comunidad a comunidad, con paciencia y propósito. En tiempos de estridencia, su estilo sobrio puede parecer contracultural; en realidad, es exactamente lo que necesitamos: serenidad con espina dorsal, firmeza con compasión, política con ética.

Y agrego un rasgo que revela la madera del líder: Iván es de los pocos políticos que siempre contesta el teléfono. Da la cara, escucha y resuelve. Está comprometido con sus votantes y con la ciudadanía, sin importar si está en campaña o ya en ejercicio del cargo. No supone que la gente le debe el tiempo; les entrega el suyo.

Bienvenido, Iván, a esta competencia. Ojalá que muchos más se parezcan a ti: que crean en el Estado de derecho aun cuando duela; que caminen con la gente sin convertirla en tarima; que sepan que reconciliar no es olvidar, sino hacer memoria con justicia. Te auguro éxitos—en la campaña y, gane quien gane, en esa empresa mayor a la que le has dedicado la vida: que Colombia, por fin, se dé una paz con dignidad.

Nota: cualquiera que lo desee, medio comunitario, regional o persona puede reproducir esta columna. Lo importante aquí es que Colombia conozca la verdad y se informe mejor. 

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